transcripción de Karla Abril Domínguez Rosas
El escritor de origen polaco Osher Schuchinsky nació en 1915. Emigró a Cuba en 1934, a los 19 años, y fue allí donde integró un grupo de literatura en idish llamado “Joven Cuba”; también escibrió algunos relatos y poemas para el periódico Habaner Lebn (Vida Habanera), misma que estaba enfocada en rescatar las actividades culturales y empresariales en Cuba, además del bagaje cultural del judaísmo cubano de la primera mitad del siglo XX.
Más tarde, emigró en 1961 a Estados Unidos, donde fundó el periódico Der Onheib (El inicio), en 1989. Constantemente, en sus relatos hacía referencia sus tres patrias en las que vivió. Falleció en 1995.
A continuación, te compartimos su cuento titulado “Demasiado tarde”, mismo que apareció en su libro del mismo título y que nosotros encontramos en la revista La voz de la Kehilá, en su edición de diciembre de 1987.
Demasiado tarde
Hacía ya mucho tiempo que no recibía carta de casa. A veces me acordaba y me sentía preocupado, pero había días en que lo olvidaba completamente.
Durante la época a que me refiero, las cosas iban mal. Yo no tenía trabajo, no escribía a casa y no pensaba en escribir. Yo estaba demasiado ocupado buscando trabajo y espantando al hambre. Tenía entonces diecinueve años vivía en un país extraño, sin familia, sin amigos, sin idioma ni oficio. El par de paisanos que conocía también se habían olvidado de mí. Así transcurría mi primer año en el extranjero.
Mi madre gastaba sus ojos llorando por una carta mía. Las semanas pasaban y yo no tenía que escribirle. No podía contarle la verdad y tampoco tenía el coraje de engañarla. Yo me detenía ante las puertas abiertas de las panaderías a aspirar el olor a pan.
Es imposible acostumbrarse al hambre. Cundo más tiempo uno pasa hambre, más crece la necesidad de satisfacerla. A veces es una sensación dolorosa; uno siente como si estuviera por caerse a pedazos y la mente se nubla, se embota. Al cruzar frente a un restaurante mis pasos se hacían más lentos; el olor de las comidas me detenía . . .
Cierto anochecer, después de andar dando vueltas todo el día en busca de trabajo volví cansado a mi cuarto. Estaba amargado, empapado en transpiración. Me arrojé sobre la “columbina” de hierro –una camita con un colchón de alambres –, y quedé dormido tan profundamente como si estuviera muerto. De pronto entró mi madre, tenía la cabeza gacha y lloraba. . .
–Hijito, ¿Por qué no me escribes aunque sólo sea un par de líneas. . .?
Me sobresalté.
–Mamá, ¿cómo puedo escribirte?, ¿qué puedo contarte?, ¿que la pequeña fabrica donde trabajé, cerró?, ¿que hoy tuve vergüenza de entrar a comer porque ya adeudo dos semanas?, ¿que la única camisa que me diste tiene una manga rota y la chaqueta de cuello alto es demasiado abrigada para ponérmela? Mamá, ¿por qué no me hiciste aprender algún oficio, algún trabajo? Tal vez ahora no tendría que pasar hambre. Pago tu linaje con días de hambre. ¿Qué quieres que te escriba?, ¿que me acosté a dormir sin cenar? ¿que te escriba acerca de mi pena por causarte tanto sufrimiento?
Me arranqué del sueño. Ese doloroso diálogo con mi madre no me dejaba en paz. Yo estaba seguro de que mi madre estaba en la habitación, que su voz llorosa estaba en el aire. Poco a poco me convencí que había sido un sueño. Estaba cansado. Sentía lástima y me arrepentía de haberme peleado con mi madre. Y con el corazón pesado volví a dormirme.
–¡Jaim! ¡Jaim! –escuché.
–Qué? –pregunté.
–Estoy aquí –me respondió la voz.
–¿Quién eres?
–Estoy aquí soy la carta de tu madre, tómame.
–¡Mamá! –dije ya despierto, en voz alta, –Mamá, voy a escribirte. Perdóname.
–Jaim, ¿Hablas en sueños? – preguntó uno de mis compañeros de cuarto.
–No, estoy despierto. Hablaba…
Se hizo silencio en la habitación. Contra todas las paredes había pequeñas camas de hierro. Yo apreté mi frente contra el frío metal de la mía y me quedé pensando acerca de mi hogar y acerca de los días vividos en el extranjero.
Miré por la ventana. La débil luz de los focos callejeros no lograba expulsar las tinieblas nocturnas. “Es de noche”, pensé.
“Fue un sueño”. Sentí rencor como si hubiera sido engañado…
“Fue un sueño”, repetí mentalmente varias veces.
Yo estaba tendido en mi cama, con los ojos abiertos, pensando. Tenía la mente despejada. Pensaba respecto de lo que estaba viviendo y respecto de mi futuro. En la oscuridad observaba el cuarto, las camitas metálicas dispuestas alrededor, escuchaba la respiración de mis compañeros dormidos. De pronto pensé en levantarme: Tal vez tenga alguna carta en el buzón. Pero el buzón no era mío. Nunca recibí cartas allí.
Cuando salí por la mañana de la habitación, todas las camas estaban vacías. Mis compañeros de cuarto se habían ido temprano a sus trabajos. Yo había olvidado completamente lo que soñé por la noche, pero cuando pasé ante el pequeño buzón que colgaba a la salida de la escalera, escuché que me llamaban por mi nombre.
–¿Por qué dejas tirada una carta de tu madre?
Algo así como una descarga eléctrica recorrió todo mi cuerpo.
Miré el interior del buzón por la ranura pero no había nada dentro. Quedé desconcertado. Fue como si hubiera sentido un tirón y volví a la oscura habitación del tercer piso. La razón por la que volví allí, no la sabía…
Cuando abrí la puerta vi sobre el piso, casi bajo la cama, un sobre con la letra de mi madre… quedé paralizado. Me dejé caer sobre las rodillas y tomé la carta en mis manos. Rompí el sobre y saltaron a mis ojos las cortas frases de mi madre: “Hijito, aunque sea una palabra solo para tu madre, para tu vieja madre. Si tu carta se demora un poco más ya nunca voy a saber de ti. Quiero escuchar algo de ti antes de que se apague mi vida…”
Abracé la carta y la guardé en la gaveta superior de la cómoda. Esa gaveta era la mía. Allí guardaba mis cartas y el reloj que traje de casa y que hacía tiempo que ya no funcionaba.
¡Si te está gustando este relato, te recomendamos leer un cuento de I. L. Peretz
Semanas más tarde, sabiendo ya que no tenía a quien escribir, ya solía abrir la rota gaveta de la vieja cómoda y mirar las cartas de mi madre, su letra; sacarlas, abrazarlas y escuchar las palabras: “¿por qué?”.
Hasta hoy cada buzón me habla, me hace señas desde el rincón de la calle donde se encuentra. Cada buzón me lastima los ojos y me oprime el corazón. Escucho:
–Cuando recibas una carta, contéstala; en alguna parte alguna persona cercana espera tu respuesta. No te demores, luego puede ser demasiado tarde.
También te invitamos seguir leyendo. Esta vez te dejamos un relato Alejandra Pizarnik titulado A tiempo y no
Schuchinnsky O., (1987), Demasiado tarde, La voz de la Kehilá, México, Hemeroteca del CDIJUM, pp. 11.
Que mal