Por Gloria Marylin Cruz Ponce
Uno de los recuerdos más tristes para la señora Anna Zarnecki Z’’L era el de aquella tarde del 14 de junio de 1940 cuando ayudaba a su abuelo a cosechar las parcelas de su hacienda y soldados rusos rodearon la propiedad y la obligaron, junto a su familia, a subir a un tren que los llevaría a un campo de trabajos forzados en Siberia. Esta memoria es parte de las marcas imborrables que le dejaron la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto y que la acompañó durante el resto de su vida, mismas que narró en su entrevista de historial oral del 15 de julio de 1993.
Anna Zarnecki nació y creció en Turmont, un pueblo perteneciente a Polonia que se encontraba muy cercano a la frontera con Lituania. Fue en este sitio donde su abuelo tenía la hacienda en la que se encontraba toda la familia aquel día en que los soldados rusos llegaron por ellos: “estábamos sembrando cuando muchos oficiales rodearon la hacienda con bayonetas y otras armas. Nos dieron 15 minutos para recoger nuestras cosas y salir de allí, pero a mi abuelito no lo llevaron con nosotros, dijeron que se pudriera en su tierra porque no les importaba, ya que era viejo y no tenía fuerzas para trabajar”.
A continuación, te dejamos este fragmento de la entrevista para que lo escuches de la voz de la Sra. Anna Zarnecki:
Tenía dos años de haber iniciado el asedio nazi y los judíos de Polonia se mantenían al tanto de las noticias en medio de incertidumbre. Solían “escuchar por la radio como Hitler invadía Polonia y también que Rusia nos salvaría, pero cuando llegaron nos expropiaron todo”. Así comenzó un calvario que en ocasiones parecía que terminaría trágicamente, pues no había sitio para esperanzas. Aquella tarde fue transportada junto a su familia en un vagón junto con al menos 35 personas, apretadas unas con otras y bajo condiciones lamentables. Solo había un agujero en el cual todos hacían sus necesidades. En el viaje, Anna comenzó un diario con pedazos de periódico y años después lo publicó bajo el título Polonia, viento y tinieblas (1982).
Al llegar a Siberia, los obligaron a realizar distintas labores: “teníamos que cortar árboles durante el invierno, algo fuera de serie para las fuerzas de una niña, un trabajo imposible”. También debían trabajar secando papas para la comida del ejército y en ocasiones eran forzados a trabajar durante dos días y una noche sin descanso. Asimismo, se les asignó un sitio pequeño que compartían con otra familia, teniendo que arreglárselas para que 13 personas durmieran en condiciones poco dignas.
Al igual que esta entrevista de historia oral, en el CDIJUM resguardamos otros tesoros documentales. Te invitamos a conocer algunos en “Los tesoros del CDIJUM”, las cápsulas que realizamos para Enlace Judío
Para alimentarse les daban “una jarra de agua y 100 gramos de pan por las mañanas, aunque el pan era negro, estaba duro y feo. Al medio día nos daban media cucharada de sopa de papa y si encontrábamos una hebrita de carne era mucho. Si encontrábamos en nuestro plato un hueso lo masticábamos todo el día como lo hace un perrito, porque encontrar un hueso era algo grandioso. En la noche nos volvían a dar agua”. Sin embargo, solo les daban comida cuando trabajaban, el resto de los días ellos debían buscar la forma de conseguir algo de alimento.
Aquí puedes escuchar nuevamente un fragmento de esta entrevista de historia oral:
Por supuesto lo que más comían eran papas, aunque con el tiempo les causaba malestar comer solo eso, por lo que se enfermaban constantemente. Ante esta situación, lo que los mantuvo con vida fue la ayuda humanitaria que la Cruz Roja les enviaba cada cierto tiempo, así como los esfuerzos de su abuelo por ayudarles: “mi abuelo conseguía que algunos de sus empleados, que lo querían mucho, le ayudaran a meternos costales de ropa con sábanas, toallas, vestidos y todo lo que pudiera. Nosotros le vendíamos a las rusas la ropa y así podíamos comprar un poco de harina para poder hacer atole. Había momentos en los que íbamos al bosque a recolectar fresas, hongos u otros frutos que pudiéramos.
Anna estimaba que en este lugar habían cerca de 9 mil personas, de las cuales se salvaron solo 200. Además, cuenta con cierta alegría aquella vez en la que una mujer escapó y buscó ayuda con pobladores polacos que consiguieron sacar de allí a muchas familias, incluida la de Anna. Así, huyeron a Teherán en 1941, en donde se refugiaron durante 2 años en un campamento bajo la protección de Reino Unido y Estados Unidos. Sin embargo, aquí las condiciones de vida tampoco eran las necesarias. Esto, aunado a los estragos de Siberia hizo que abundaran enfermedades como la disentería (sufrida por su padre), la hepatitis o el sarampión, por lo que se desintegró el campamento.
En 1943, la familia de Anna y cerca de 1500 polacos más llegaron a México. Esto gracias a un acuerdo realizado por el general Wladyslaw Sirkoski –que era el primer ministro y comandante de las fuerzas armadas de Polonia–, con el entonces presidente mexicano Manuel Ávila Camacho.
Llegaron a Guanajuato y muchos de ellos se instalaron en la hacienda Santa Rosa, que les permitió trabajar y subsistir con lo que ellos producían. Los niños iban a la escuela y algunos adultos aprendieron algunos oficios. Sin embargo, al inicio nadie podía trabajar fuera de este lugar, ya que su estatus en el país era como refugiados. Anna recuerda con mucho cariño que todos fueron muy hospitalarios con ellos, que incluso les llevaban mariachis para amenizar algunos días. Así transcurrió su vida hasta el término de la guerra, tras el cual, únicamente 40 personas volvieron a Polonia. El resto viajó a otros viajaron a diferentes países y algunos más se quedaron en México, como fue el caso de la familia de Anna.
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En el siguiente audio, puedes escuchar de la voz de la Sra. Zarnecki lo que acabas de leer:
Para vivir dignamente y pagar los estudios de Anna, su familia se aventuró a probar suerte en distintos negocios: una farmacia, a una tienda de abarrotes y finalmente a una tienda de ropa, la cual los ayudó a estabilizarse. Anna entró a estudiar enfermería en la Cruz Roja, sin embargo, como su español no era bueno, al principio tuvo algunos inconvenientes para desarrollarse de forma óptima.
“Un día tenía que hablar sobre tifoidea y entre mi discurso tenía que mencionar algo que jamás me lo aprendí. Ya en la clase no pude pronunciar esa frase y me solté a llorar y salí corriendo del salón. Mi maestro se afligió mucho y mandó a decirme que no llorara, que lo único que quería era que yo aprendiera español”, comenta.
Fue en la Cruz Roja donde también conoció a su esposo, con quien formó una bonita familia. El aprecio que sentía por la Cruz Roja por haber salvado su vida con los kits de ayuda que les enviaban mientras estaban reclusos en Siberia, hizo que se convirtiera en una entusiasta de ayudar durante muchos años de su vida. Incluso llegó a donar algunas de las pinturas de su autoría para que se pudieran recaudar fondos.
Anna fue muy feliz en México. Solía decir que nuestro país le dio mucho, le hacía sentir mucha paz y pudo vivir tranquila. Murió en 2018, pero gracias a su testimonio de historia oral, su recuerdo perdura para las generaciones venideras. En la Casa de la Memoria Judía es posible consultar su testimonio de historia oral completo, disponible para todos aquellos interesados en conocer más sobre la situación de los judíos de Polonia durante el Holocausto o sobre la vida de Anna Zarnecki.
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