Centro de Documentación e Investigación Judío de México

“¿Por qué tengo miedo?”, un texto de Elie Wiesel

“Por eso tengo miedo. Aparecen imágenes del pasado y nublan los acontecimientos actuales. Aquí el chantaje, allá de la abdicación. Amenazas abiertas, complicidades ocultas. Amigos que repentinamente declaran su neutralidad. Neutrales cuya hostilidad se torna visible.”

Transcripción por Carmen Peña

En el número 368 de la revista Tribuna Israelita, publicado en mayo de 1985, encontramos el artículo “¿Por qué tengo miedo?”, de Elie Wiesel, escritor nacido en Rumania que fue galardonado en 1986 con el Premio Nobel de la Paz y nosotros decidimos compartirlo contigo.


Quizá sea mejor no admitirlo públicamente; me siento amenazado. Tengo miedo. Por primera vez en muchos años temo que la pesadilla esté comenzando de nuevo. Quizás nunca concluyó. Tal vez vivimos, desde la Liberación, un periodo entre paréntesis. Y ahora se cierran de nuevo.

¿Es posible otro Holocausto? A menudo formulaba esta pregunta a mis alumnos. La mayoría contestaba que sí; yo decía que no. Por sus dimensiones, su alcance, el Holocausto era un evento único; y así permanecerá. Les explicaba que el mundo había aprendido una lección, que el odio y el asesinato trascienden a sus protagonistas directos: uno comienza matando a otros sólo para terminar masacrando a los suyos. Sin Auschwitz, no hubiera podido haber un Hiroshima. La aniquilación de la humanidad.

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Ah sí, tan ingenuo era yo que incluso pensaba – especialmente durante los primeros años de la posguerra –, que los judíos nunca más serían calumniados, aislados, entregados al enemigo. El antisemitismo, pensaba yo, había muerto bajo un cielo de cenizas en algún lugar de Polonia; no había nada más que temer; nunca más el mundo sería insensible a nuestra angustia. Estaba convencido de que, paradójicamente, los hombres de hoy y los hombres de mañana estarían protegidos por el misterio terrorífico del fenómeno del campo de concentración.

Estaba equivocado. Lo que sucedió puede volver a suceder. Puedo estar exagerando. Puede que esté demasiado sensibilizado. Al fin de cuentas, pertenezco a una generación traumatizada. Hemos aprendido a creer más en las amenazas que en las promesas. Están proliferando los signos inquietantes. El espectáculo enfermante de una servil asamblea internacional que festeja a un portavoz del terror. Los discursos, los votos en contra de Israel. La dramática soledad de este pueblo universal. Un rey árabe obsequia a sus huéspedes con ediciones de lujo de los infames Protocolos de Sión. Los cementerios profanados en Francia y Alemania. Las campañas en la prensa soviética. La reciente moda retrotendencia entre escritores, cineastas y otros, que pretende “evaluar” retrospectivamente a los sucesos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, que vulgariza la experiencia. Los panfletos antisionista, antijudíos, que tergiversan nuestras esperanzas. Uno debe de estar ciego para no reconocerlo: el odio a los judíos una vez más se ha puesto de moda.

No sorprende, entonces, que en tantos lugares la existencia judía nuevamente esté en peligro. En octubre de 1973, mientras el ejército israelí estaba sufriendo reveses importantes, casi fatales, Europa Occidental, salvo raras excepciones, rehusaba dar ayuda e incluso intentaba sabotear la ayuda norteamericana. Europa dio rienda suelta a los agresores, aceptando desde el vamos a la segunda derrota de Israel, esto es, su probable aniquilación. ¿Y ahora? ¿Este pueblo, tan joven y sin embargo tan viejo, sobrevivirá al próximo ataque, y a qué precio? ¿Cuántas veces más Israel deberá sacrificar lo mejor de sus hijos? ¿Cuánto tiempo más puede vivir una comunidad de hombres en estado de sitio, en un medio ambiente hostil? ¿Es concebible una victoria póstuma de Hitler?

Para aquellos que hemos vivido la condición humana y judía hasta sus últimas profundidades, no cabe duda alguna: en este punto de la historia el pueblo judío y el Estado judío están irrevocablemente unidos, uno no puede sobrevivir al otro. Rara vez estuvimos tan unidos. Y tan solos.

Es así que la idea de una nueva catástrofe colectiva ya no parece descabellada. Sabemos ahora que, en lo que a nosotros atañe, lo imposible es posible. Cuando se trata de la historia judía, no hay nada impensable.

Digo esto de mala gana y por primera vez. Siempre he ubicado al Holocausto en un nivel místico, más allá de la comprensión humana. He discutido con amigos míos que hacían analogía y comparaciones demasiado fáciles con respecto a ese tema. El fenómeno del campo de concentración escapa a los filósofos tanto como a los novelistas, y no puede ser tratado con ligereza. Hablo del mismo ahora, en conexión con el presente, sólo porque el destino judío una vez más se ha vuelto tema de discusión.

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Por eso tengo miedo. Aparecen imágenes del pasado y nublan los acontecimientos actuales. Aquí el chantaje, allá de la abdicación. Amenazas abiertas, complicidades ocultas. Amigos que repentinamente declaran su neutralidad. Neutrales cuya hostilidad se torna visible. El enemigo que se vuelve cada vez más poderoso y cada vez más atractivo. Si se permite que salga con la suya – y así es –, se convertiría en el dios de nuestra época maldita exigiendo – y obteniendo –como sacrificio el futuro de un pueblo.  

No es que yo prevea una situación en la cual los judíos serán masacrados en las ciudades de Norteamérica o en los bosques de Europa. No es que otro universo de alambre de púas será construido o que se levantarán nuevas fábricas de muerte, pero una trama se está urdiendo. No se habla de genocidio; se contempla la posibilidad de la destrucción de Israel. Esto es suficiente para justificar mi temor. Siento lo que mi padre habrá sentido cuando tenía mi edad. Por lo tanto, para nosotros nada cambió. Ha olvidado demasiado rápido. Miro a mis alumnos y tiemblo por su futuro. Me veo a mi mismo a su edad en un continente en ruinas. Y no sé qué decirles.

Desearía ser capaz de convenrcelos que, a pesar de los estribillos oficiales, a pesar de las experiencias, nuestro pueblo tiene amigos y aliados. Desearía ser capaz de decirles que, a pesar de la acumulación de desilusiones y traiciones, deben de mantener su fe en el hombre, que a pesar de todo hay motivos para la esperanza. Pero nunca les he mentido, y no voy a empezar a hacerlo ahora. Y sin embargo.

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Desesperar no es una solución, eso yo lo sé bien. Pero entonces, ¿cuál es la solución? Hitler propuso una. Quiso que fuera final, y estaba ya bien avanzado en su camino mientras que, cerca y lejos, Dios y la humanidad desviaban su mirada.

Yo recuerdo. Y tengo miedo.

Referencia.

Wiesel, L., (1985, ¿Por qué tengo miedo?, Tribuna Israelita, número 41, México, pp. 6-7. / Hemeroteca del CDIJUM.

Un comentario

  • Olvidamos palabras mágicas (por favor no gracias, no etc….) casi no recordamos a nuestros familiares en el día a día, y recordar las palabras de Elie W. Me hacen hacer esa analogía exagerada, olvidamos lo básico de la convivencia y me da miedo…